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La Senda del Burro

Punky y Nano. Burros de la raza Zamorano-Leonés.jpg

EL SENDERO DE LA PUENTITA - UN HOMENAJE AL BURRO

     No podemos olvidar todo lo que nos dio este maravilloso animal. Hasta hace pocas décadas fue un animal imprescindible en la labores de campo y de carga por estos caminos agrestes arribeños, formando parte integral del medio ambiente y nuestra cultura.

    Adaptados a estas duras tierras, son fieles acompañantes, afables, cariñosos, sensibles, leales, muy tozudos especialmente cuando ven un peligro, tremendamente inteligentes y avispados (recuerdan personas, lugares y rutas que siguieron hace tiempo).

     Burro, borrico, pollino, jumento, rucio, asno... (Equus asinus) es un animal doméstico de la familia de los Équidos, Los ancestros salvajes africanos de los burros fueron domesticados por primera vez a principios del VII milenio a. C.,​ dos siglos antes que los caballos de Eurasia, y desde entonces han sido utilizados por el ser humano como animales de carga y como cabalgadura., 

José Manuel aparejando los burros.jpg
Pep y Jose Antonio durante un viaje por el GR 14.1. jpg
Jacinto, Leoncio, Salvador y Colás sembrando patatas.jpg
Colás arando con su pareja de burros.jpg
José Ferreira durante la cosecha de almendra.jpg

RELATO CONTADO POR EL BURRO RUCIO

     Respondí a la llamada de Rucio y rucio fui. Hijo de la burra Parda de Bermellar. Llegué a Puerto Seguro en 1955, cuando tenía tres años, procedente de un trato en la Feria de Lumbrales. Aquel primer viaje por las arribes del Águeda fue una premonición que se hizo realidad y marcó mi existencia y mis andares, patinando las herraduras por lanchas de arribes y laderas. Toda una vida haciendo los mismos caminos: Puerto Seguro, Lumbrales, La Bouza, San Felices, Villar de Ciervo…

     Por estos andurriales transporté sobré mi lomo el tabaco de los estancos. El correo diario cargado de noticias familiares, de amores y de emociones. Traje mucha pana a Puerto Seguro y a La Bouza para que vinieran a comprarla los portugueses. Transporté todas las mercancías ultramarinas para los comercios: azúcar, chocolate, café, achicoria, conservas, escabeches, salazones: pulpo y bacalao. Hojas de tocino. Muebles, como camas, armarios, aparadores y cómodas. Herramientas y aperos de labranza: cabezás, albardas, colleras, coyundas, cinchas y tajarrias, arados, azadones, azuelas, espiochas, briendos, yugos, barzones… Telas, calzados.


     Todos los objetos y útiles del hogar… Y, lo más importante, transporté jóvenes llamados a la guerra, soldados reclutados para hacer el servicio militar, emigrantes a América del Sur, viajeros cargados con una maleta de madera, que atada con una cuerda iba llena de ideales,
sentimientos e ilusiones.


     Formé yunta ocasional con Gallardo, un burro del vecino, recio, fuerte y, a veces, resabiado, porque habría recibido algún golpe indebido en la cabeza que le convirtió en asustadizo. Con este me unía a veces el amo, al que los agricultores que laboreaban con vacas o mulos, no sin cierto desdén y superioridad, lo llamaban borriquero, porque con burros sacaba adelante su pequeña y costosa cosecha, araba los paredones de los olivares, traía al lagar los sacos de aceituna y a casa los de almendra. Sacaba, tirando del arado, las patatas de la tierra y las trasladaba en costales hasta la casa de mi amo. Tanta vida y trabajo en común llegó a establecer un vínculo mutuo de dependencia con la familia de mi dueño.


     Con frecuencia cabalgaban sobre mí los más pequeños de la familia, para llevarme a beber agua al caño o a pasar la noche en el campo con las arrapeas puestas, no fuera a ser que saltara la pared al cheirar algún semejante en celo, también llevaba a los muchachos, cuando a estos los mandaba el ama con la comida para los que estaban segando en alguna finca. A mí me empuntaba el ama de casa por un camino y, como dice el refrán: “al cerdo y al pollino se le enseña una vez el camino” en mi caso, a fuerza de haber repetido tantas veces el recorrido, ya llegaba hasta el portillo de la finca con las viandas y el rapaz encima. Antes había bebido agua en algún caño o fuente y, al llegar a destino, era un descanso que me liberaran de los aparejos y, me ataran a una piedra o a un árbol con la soga, podía comer las espigas caídas y la paja del rastrojo.


     Muchos lunes llevaba a mi ama a lavar la ropa al regato o al huerto, cargando las alforjas con la ropa, el barreño, la tabla, la banca de lavar y el jabón casero. Esos días eran como una fiesta para mí porque trabajaba poco, pastaba por la zona y muchas veces hacia caraba con algún otro jumento de las lavanderas que, en pequeños grupos, iban a hacer la tarea.


     Trasladé arrobas de cereales hasta el molino y regresé a casa con la harina. También esta tarea se les encargaba a los niños que iban a las dos fábricas de moler que había en Villar de Ciervo y se les decía que el burro los llevaba hasta el lugar y que el molinero le descargaba y cargaba los sacos, bien atados para llegar a casa sin volcar la mercancía.


     Frecuenté el camino de La Bouza y además de llevar y traer el correo por él, transporté frutas y otros productos de un lado a otro y atravesé con prudencia y miedo, y con algún resbalón, las lanchas de La Puentita.


     No era gratuito mi temor y temblores al tener que atravesar las lanchas de La Puentita. La explicación estaba en el día que perdí el control y el desliz acabó conmigo en el charco, arrastrando a mi amo que me llevaba del rabero. Fue un día lluvioso de primavera en el que
venía crecida la rivera y el caudal estaba a punto de cubrir el paso y parte de las lanchas del camino. Mi amo asustado vacilaba al pretender ayudarme. Él había oído que los burros nos ahogamos por el culo y, nervioso como estaba, no sabía si sacarme del agua levantándome por el rabo o tirando de la cabezá por el rabero. La corriente nos llevó violentamente hasta unas piedras por las que, asustados, conseguimos salir los dos a cuatro patas.

     Algunos días de lluvia, en los que no podíamos trabajar en el campo, mi amo o su hijo mayor me llevaban al herrero a ponerme herraduras, unas veces me las calzaba Melitón, otras Sebastián y en caso de apuros, también mi propio amo, que, a fuerza de ver a los
profesionales, aprendió a manejar con destreza tanto el pujavante y el martillo como las demás herramientas.


     Como os voy contando, fui un habitante imprescindible en cada casa del pueblo. En todas me necesitaban y no había una en la que no estuviéramos uno o dos pollinos.Así en las noches de verano éramos muchos los que nos reuníamos en torno a las eras; y en
esa estación para los mozos del pueblo éramos objeto de diversión: Nos metían una zarza debajo del rabo y con el picor salíamos corriendo y tirando pescos dando a los mozos motivo de carcajadas y de chanza. También nos ataban cacos y ruidosas latas al rabo, con lo que al correr formábamos una escandalera y, asustados con el ruido, corríamos más deprisa. De este modo, servíamos a aquellos desalmados de jarana, en los seranos veraniegos


     Pasaron treinta años y, poco a poco, iba perdiendo el brillo de mi pelo y la alegría de vivir: Perdí mucha vista y olfato. Mis rebuznos eran lentos y apagados. Mis fuerzas se iban menguando y los achaques creciendo de tal modo que el amo me dejaba sin trabajar con frecuencia y los días que trabajaba era en pequeñas tareas que requerían poco esfuerzo.: llevar y traer la ropa del regato, ir con los serones o con las alforjas a buscar frutos y verduras al huerto o al melonar… … Llegó el invierno y pasé a vivir sin trabajar, me llevaron a una quinta de las arribes. En ella había agua y no faltaban yerbas, arbustos y roijo que llevarse a la boca, allí la soledad y el alejamiento de mi familia acabó con las pocas ganas que tenía de rebuznar, hasta el día en que mis escasas fuerzas no me dejaron alcanzar la charca donde bebía agua. El frío, la moquilla continua y unos temblores excesivos fueron mi último recuerdo antes de ser devorado por los buitres de las laderas.
Hasta ellas llega, en las noches cerradas de invierno, el eco sordo de mi rebuzno.

Agustín Hernández Hdez.

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